el nombre por la metáfora
noviembre 5, 2014 § Deja un comentario
Muchos espirituales toman lo que pertenece propiamente al ámbito del significado como si se tratara de una simple descripción de hechos. Por ejemplo, el caso de María, la Virgen. Como sabemos, los relatos en los que una doncella es fecundada por el dios de turno abundan en la Antigüedad. Estamos, pues, ante un recurso literario. Jesús como Hércules, viene de Dios. La gracia del asunto es que, en el caso cristiano, el hombre que viene de Dios no es el héroe, sino alguien que acabará muriendo como un perro… en nombre de Dios. De entrada, se trata de algo cuanto menos chocante. Así, la operación cristiana consiste en utilizar un recurso disponible para hacerle decir lo que en modo alguno puede decir, a saber, en nuestro caso, que el que fue abandonado de Dios es en verdad el Señor. Probablemente, María fue una madre soltera. Probablemente, Jesús fue un bastardo (y de ahí, probablemente, su celibato, pues, según parece los bastardos no podían contraer matrimonio con mujeres judías). Probablemente, María supo cuidar de su hijo como si fuera legítimo. De ahí que cristianamente se diga que Jesús fue el fruto del amor divino. Pues, lo normal es que los bastardos, y más si eran hijos de una violación, fueran repudiados. Jesús, diríamos, llegó a saber de primera mano, lo que era la misericordia de Dios. El hecho: una joven decide tener al bastardo. Lo que en verdad ocurre: que decide tenerlo como esa vida que le ha sido dada desde lo alto (desde el horizonte mismo de la nada, de la nada de Dios, podríamos místicamente decir). O, con otras palabras, Jesús es concebido desde lo intacto de esa mujer. La imagen: la madre es (como una) virgen. Ahora bien, ¿qué hace aquí el espiritual? Por decirlo rápidamente, quedarse con la letra. Esto es, tomar la visión por lo visto, el predicado por el sujeto. De este modo, llegará a decir que una virgen es madre (en vez de esa madre es (como una) virgen). En cierto sentido, se podría decir que lo que hace el espiritual es lo que fácilmente hacemos todos: confundir el precio con el valor. Es propio de las cosas de valor que tengan un alto precio. Pero damos un paso en falso cuando decimos que, por tener un precio alto, la cosa tiene que valer.
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